Llegamos a media mañana a Barranquilla. Mané Mendoza, chef y propietario del restaurante Manuel, nos estaba esperando en el aeropuerto. Cuando se abrieron las puertas hacia la calle, sentí ese calor húmedo de la costa del Caribe: un poco me sentí en mi salsa.
Barranquilla es una ciudad de más de un millón de habitantes, bordeada por el majestuoso río Magdalena, justo en el lugar donde el río desemboca en el Mar Caribe. Fue probablemente desde aquí que zarpó el Nueva Esperanza, el barco que llevó a Fermina Daza y Florentino Ariza —al final de sus vidas— de regreso al pueblo donde comenzó una de las historias de amor más emblemáticas de la literatura latinoamericana: El amor en los tiempos del cólera.

Fue también en Barranquilla donde Gabriel García Márquez trabajó como columnista en el diario El Heraldo, a principios de los años 50, cuando escribía su columna semanal Septimus, recopilada entre otros trabajos periodísticos en la colección de libros Textos costeños. En esta ciudad, el Gabo formó parte del célebre Grupo de Barranquilla: un colectivo de escritores, pintores y periodistas que, entre las décadas del 40 y 50, impulsó un diálogo intelectual que renovó la narrativa corta colombiana. Fundaron la revista Crónica y se reunían en el bar La Cueva, que hasta hoy es símbolo y punto de encuentro cultural en la ciudad.
“Barranquilla me permitió ser escritor. Tenía la población inmigrante más elevada de Colombia —árabes, chinos, etc.—. Era como Córdoba en la Edad Media. Una ciudad abierta, llena de personas inteligentes a las que les importaba un carajo ser inteligentes.”—Gabriel García Márquez en la biografía Una vida, de Gerald Martin.

Manuel Mendoza, conocido como Mané, es nuestro anfitrión en esta parte del viaje a Colombia. Viene de una familia donde el corazón de la casa siempre fue la cocina: una cocina matriarcal, generosa, donde se cocina para cuidar. De niño, Mane pasaba su tiempo ayudando a su abuela. El padre de Mane es oriundo de Ciénaga de Oro, un pueblo ubicado a 330 kilómetros de Barranquilla, donde —como en todas las ciudades del departamento de Córdoba— la cocina es el resultado de siglos de mestizaje cultural entre los pueblos indígenas zenúes, españoles, italianos, africanos y una fuerte presencia árabe, gracias a las familias sirio-libanesas y palestinas que llegaron a la zona a finales del siglo XIX y principios del XX.
Fernando, el padre de Mané, cuenta que, cuando era niño, en su pueblo vendedoras ambulantes ofrecían canastas repletas de niños envueltos o tabaquitos: hojas de parra rellenas de carne y arroz, herencia directa de la cocina árabe. Cuando los padres de Mane se casaron, su madre —como tantas mujeres de su generación— comenzó a aprender las recetas de su suegra. Poco a poco fue enamorando a su esposo a través de esos sabores familiares. Porque sí, la cocina hecha con amor puede ser el más poderoso de los lenguajes afectivos. Y si esos sabores logran conectar con los recuerdos de la infancia, se convierten en augurio de hogar.
Mane creció así, entre las ollas y las recetas transmitidas entre las mujeres de su familia. Por eso, conocer esa historia es imprescindible para comprender la cocina de Manuel, el restaurante de Mane.
Mis compas de viaje y yo —Irene, que vive en Uruguay, y Manu, que vive en Perú, y Daniella Hernández, una conocida foodie local— fuimos afortunados: tuvimos el privilegio de disfrutar un almuerzo de bienvenida en el departamento de los padres de Mane. Irasema nos preparó el festín que suele reunirlos los domingos: arroz apastelado de cerdo (una delicia absolutamente difícil de olvidar), machucao de plátano verde, empanadas de leche cortada, kafta, repollitas, hojas de parra rellenas… Una sucesión de platos heredados de la tradición familiar, y sin duda perfeccionados con el tiempo por ella.

Mane estudió Administración de Empresas para complacer a su padre. Pero la pulsión por la cocina parece haber sido un llamado que nació en la infancia y se volvió destino. Mientras trabajaba en el mundo corporativo, empezó a cocinar para personas influyentes de su entorno. Hasta que un día, con convicción y seguramente lleno de dudas, le anunció a su padre que quería dedicarse de lleno a ser cocinero. Hubo tensión, pero con el tiempo, la resistencia inicial del padre se convirtió en admiración.
Hoy, el propio Fernando cuenta desde la terraza de su apartamento con vista al río Magdalena, y con el pecho henchido, el orgullo que siente por los logros de su hijo Mane, del chef que está poniendo a la cocina barranquillera en el mapa. Un cocinero que quiere mostrar las raíces de su lugar y los sabores que lo conectan con su familia. Porque los barranquilleros han hecho suyo a Manuel: lo consideran un lugar de orgullo, un espacio de celebración de su memoria culinaria.
Almuerzo y cena: dos actos, una misma raíz.
Volviendo al tema de los sabores de la infancia, el almuerzo en casa de los padres de Mane me llevó directamente a los míos. Algunos de los platos que formaron parte del banquete, como el Mote de Queso y los Plátanos en tentación, me conectaron con las comidas de mi mamá: la pisca andina, la sopa de plátano verde, y esos mismos plátanos dulces que en mi casa se hacían con clavito de olor. Una vez más, como ya me había pasado en mi viaje anterior a Colombia, volví a confirmar que la frontera entre Colombia y Venezuela es apenas una línea administrativa. Nuestros países están profundamente hermanados en muchas expresiones culturales, y la cocina es una de las más evidentes y conmovedoras.
Esa misma noche, cenamos en Manuel.
El restaurante está emplazado en una casona antigua, bellamente renovada, ubicada en el histórico barrio El Prado. Muchas de sus casonas han sido declaradas patrimonio de la ciudad. Este barrio fue testigo del crecimiento y la efervescencia de Barranquilla durante la primera mitad del siglo XX, época en la que comunidades alemanas, libanesas, judías y de otros orígenes se integraron activamente a esta ciudad portuaria del Caribe colombiano.



La casa es elegantísima. La entrada está enmarcada por una puerta de madera monumental, rodeada por un jardín exuberante. De un lado, la escultura del joven artista plástico Andrés Ribón —a quien también conocimos en este viaje— nos muestra dos figuras abrazadas, con parte del jardín de fondo. La arquitectura es una mezcla de estilos neoclásicos, art déco y colonial, con pisos de mosaico en patrones geométricos que varían en cada espacio. Manuel tiene una barra majestuosa que invita a detenerse y habitarla. El ambiente combina elegancia y calidez. La iluminación dialoga con una paleta de colores sobrios: verde oscuro, bordó, dorado y blanco, todo suavemente interrumpido por la presencia viva de las plantas.



Pero lo que completa verdaderamente la atmósfera está en el jardín: decenas de ranas, que con su canto componen una orquesta natural que se filtra hacia el interior del restaurante y te ubica de inmediato en una noche caribeña.
El nuevo menú. «El tiempo, los tiempos. El lugar, los lugares».
Tuvimos el privilegio de probar el nuevo menú de degustación de Manuel, inspirado en la cocina materna, la de Irasema. Cada paso del menú es un eco refinado de los sabores que probamos al mediodía. El relato cierra con armonía: hay técnicas contemporáneas, una estética cuidada, pequeños bocados presentados con detalle. Pero el corazón del menú es su madre.
Esta experiencia fue una confirmación de la belleza y diversidad de los sabores latinoamericanos, de la importancia de la familia, de la comida compartida, del mestizaje que nos atraviesa. Mane logra traducir todo eso en su trabajo como cocinero.
El trío de snacks fue hermoso, especialmente las carimañolas con hongos y suero costeño, un plato colombiano que siempre me conmueve. El patillazo —un crudo de pesca blanca con sopa fría de patilla— fue una combinación fantástica, fresca, intensa. Un hithot que podría comer durante todo el verano. Creo que fue uno de mis favoritos.



La auyama con stracciatella me recordó a la sopa de auyama que hacía mi madre. Las hojas de parra rellenas de gallina sobre fondo de mazorca, fue una linda reinterpretación de sabores delicados.



Muy sabrosa la panceta con ají topito y marañón. Para equilibrar lo salado, llegó una refrescante granita de pasiflora (parchita-maracuyá). Al final una rosca dulce inspirada en los famosos dulces árabes, en este caso hecha con castaña de cajú (marañón), perfumada con flor de mayo, acompañada de un helado de limonaria que aún recuerdo con claridad.



EL MENÚ
Langosta ~ Plátano ~ Mantequilla avellanada
Carimañola ~ Hongos ~ Suero costeño
Lengua ~ Millo ~ Mayo Langostino
Pesca blanca ~ Habichuela criolla ~ Ají chivato
Empanada ~ Berenjena ~ Leche cortada
Kafta de pescado ~ Oxalis ~ Mostaza encurtida
Patillazo ~ Pesca blanca ~ Ajonjolí ~ Orégano
Ahuyama ~ Stracciatella ~ Albahaca
Gallina ~ Mazorca ~ Coco
Panceta ~ Ají topito ~ Marañón
Pasifloras Colombianas
Marañón ~ Flor de mayo ~ Limonaria
Estos viajes a Colombia me han llevado analizar su geografía, y así entender las razones de su enorme biodiversidad. Me devolvieron a los relatos del Gabo en sus Textos costeños, a su biografía que tengo en casa, a mis 15 años cuando leí El amor en los tiempos del cólera. También me invitaron a volver a pensar la historia de este país hermano del mío: sus conflictos, su gente resiliente, sus alegrías y sus luchas.
Al final, somos pueblos amasados con la misma sazón.
Me conforta ver cómo, a través de las cocinas latinoamericanas, nuestra región se está contando con fuerza y en comunidad. Como debemos y nos merecemos: desde adentro, con voz propia, no desde la mirada foránea que tantas veces nos ha etiquetado con estereotipos que desdibujan nuestra vasta riqueza cultural.
No olvidemos de dónde venimos. Porque solo nosotros, los que habitamos esta parte del mundo, podemos —debemos— preservar y narrar nuestra identidad latinoamericana.